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viernes, abril 21, 2006

EDITORIAL : “TOTUS PRO AGORA”
(Por el Lic. Gustavo Adolfo Bunse). (18/4/2006)

Hay una especie de ley fatídica para todos los Jefes de Estado que se olvidan de respetar la regla básica de autolimitarse en los excesos :


En varios los gobiernos supuestamente democráticos, especialmente en la región de latinoamérica, con cualquier excusa, el exceso es la norma.

El totalitario encubierto, el populista, el demagogo y el que desea perpetuarse en el pináculo del mando, tiende a acumular poder en cantidades ilimitadas, enviando el “mensaje” sobre que, a partir de su autoridad y su honestidad, habrá una nueva Nación.

Pide y suplica el voto para poder “dar su vida” por la Patria.
Acumula poder en un proceso ascendente, que no conoce frenos.

Es como un avión, lanzado en vuelo ascendente casi vertical:

En un momento determinado, por simple gravedad y por pérdida de sustentación, su escalada se detiene.

Empieza entonces allí, una caída natural que sólo un acróbata del aire muy hábil, puede interrumpir.

Algo parecido ocurre, según Laffer, con los impuestos y con el monto recaudatorio. La curva de “Laffer”, dice que se pueden seguir aumentando impuestos y recaudando cada vez más, pero sólo hasta un límite, alcanzado el cual, todo empieza a caerse en modo violento :
La voluntad contributiva, la recaudación y la posibilidad de recuperar niveles razonables de respuesta tributaria.
Con el poder ocurre lo mismo, a juzgar por un estudio reciente elaborado por dos universidades de Estados Unidos de América.

En esa teoría estadística, se sostiene que :
Para alcanzar a conservar el poder en los regímenes totalitarios, la fórmula esencial parece ser “ni tan poco… ni, mucho menos, demasiado”.

Apurarse a acumular poder, resulta siempre la reacción natural inmediata de un Presidente que es congénitamente débil y que vive acosado por el miedo a perderlo todo.
Pero siempre, le resultan parejamente difíciles, dos asuntos que debe resolver con gran urgencia :

a) Perder el miedo, aún después de haber salido de la debilidad estructural de un poder inicial minúsculo.
b) Conocer ó detectar con claridad cual es el límite máximo que debe alcanzar su acumulación de poder.

Por lo tanto, lo normal es que, retroalimentado un factor por el otro y viceversa, se alcancen niveles inauditos de control y de poder discrecional en oleadas de avance incontenible sobre las instituciones. Con el miedo presente como acicate, el avasallamiento se convierte en algo multi-radial .

Sobreviene entonces la invasión de todos y de cada uno de los territorios jurisdiccionales, aún de aquellos cuya independencia tradicional del poder político es precisamente la garantía más indiscutible de su legitimidad.

Llevado el ejemplo a un extremo : sin oposición política de ninguna clase, quien detenta el poder en esa escalada ascencional, puede sentirse tentado de lograr niveles de consenso con la única base de la artificialidad del desierto político que lo rodea.

Un desierto , donde pululan grupúsculos menores y sin iniciativa y en los que también prevalecen otros miedos terribles:

El miedo a perder por paliza en un acto eleccionario y donde cualquier postulación que se prefigure con ese destino, equipara su propio arrojo a un suicidio político que ni siquiera será salvado por el decoro de constituirse en la única fuerza opositora reconocible.

La “curva de Laffer del poder”, es también una curva de “gauss” en cuya cúspide confluyen siempre la soledad, las conspiraciones y la fulminación de todo marco referencial autocomparativo.

Es sólo su techo, como cota insuperable, lo que se puede ver allí en perspectiva, para tratar de intentar, un poco antes de tocarlo, una maniobra de acrobacia que lleve la realidad a su quicio y que permita acaso el sinceramiento, sin correr el riesgo de quedar atrapado en una contradicción terrible ó en una ridiculez política histórica.

Pero, tal como en los dos ejemplos anteriores, el del avión y el de los impuestos, la inercia de la caída que se abre, es tan peligrosa como lo es la extrema dificultad de salir de ella.

Surge entonces, sólo a veces, la artificialidad del repliegue parcial para permitir aunque sea al acceso de un falso “challenger”, un competidor que se anime a confrontar y que , de tal modo, entregue en sacrificio su propia derrota.
Se necesita entonces un “segundo”. Una víctima política que convalide la primacía del Gran Líder. Justamente él, llega a pensar en entregarle votos gratis y a propósito, con tal que su cantidad alcance su punto justo de contraste .

Pero esa contrainteligencia del poder absoluto es un raro reflejo de algunos totalitarios hábiles, no de todos. Sólo de aquellos que tienen más de dos dedos de frente y que, además de perder el miedo, se animan al riesgo del desafío contra sí mismos.

Entonces, lo normal, es que perdure el estigma del miedo y que la secuencia del “TOTUS PRO AGORA” (todo por la multitud en la plaza) se mezcle con el vicio irresistible de un control sin límites.

El enemigo o su sombra, a esas alturas, empieza a aparecer por todos lados y, cuando se llega al extremo de creer que está mezclado en la propia tropa, se inicia un proceso de desintegración que es una psicosis paranoide sin retorno.


Se comienza con el reemplazo de lealtades por terror, se cambia eficiencia por incondicionalidad y se descarta a todo sospechoso que obstruya el arrasamiento en marcha.

Las posiciones de poder que están en juego quedan en estado de congelamiento a disposición del mínimo guiño de un conjunto de “centuriones” que velan por la eliminación absoluta de las impurezas, al extremo de empezar a quitarlas del medio por el mero hecho de emparentarse con algún posible enemigo pretérito del “Gran Líder”.

Los vapores del pináculo y la hipótesis de dominio absoluto quitan la sangre de la cabeza. Y como al piloto, sometido a varias fuerzas de gravedad, la vista se le torna negra.

Y lo que sobreviene es exactamente eso :

El mareo y la ceguera del “totus pro ágora”.