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viernes, febrero 02, 2007

LA DEMOCRACIA TRUCHA DE LA ARGENTINA.
(Por el Lic Gustavo Adolfo Bunse) (9/1/2007)

Hay una visión de la gente que parece peligrosa.

La visión de aceptar ciegamente una exagerada idolatría tradicional por un concepto que podríamos llamar aquí, “la democracia trucha”. La democracia argentina

La democracia, concepto solemne si los hay, se nos quiere presentar a todos como si fuera un gran “cuco extorsivo”.
No se puede criticar a la democracia, (como aquí lo voy a hacer), sin que aparezca algún imbécil que le venga a decir a uno que es un golpista , un totalitario o un gran antidemocrático.

Siendo los dirigentes políticos argentinos, casi sin excepción, una caterva de truchos, chantas y rateros sociales, es difícil que la democracia se pueda salvar de tener el sello de su conducta.

El “producto natural”de esos sujetos es la “democracia trucha”.

La democracia, lo mismo sirve para denigrar y excomulgar a quienes no la defiendan con uñas y dientes así como para blindar las actuaciones de sus más conspicuos beneficiarios :

Los dirigentes políticos que fueron elegidos por ella.
Los que elige una ciudadanía, obligada a votar.

Y así, cuando ya están elegidos, parece que esa elección fuera una especie de salvoconducto ó patente de corso para que se perpetre cualquier clase de medidas y decisiones.
Una ordenanza que exige el acatamiento total a cualquier decisión.

La esencia misma de la democracia reside en la ambición sin freno para ganar cuantas elecciones vengan, y por el margen mayor posible. En consecuencia, el afán, ó ideal de cualquier artido, es pues, ganarlas, una tras otra, y por unanimidad, todas.

El sueño honesto de un político democrático, sería que todos los votantes se sintieran representados por él, y en ese sentido su anhelo coincide plenamente con el del dictador y el totalitario, sólo que el primero de los tres aspira a verlo cumplido mediante la persuasión y los otros mediante la imposición, la invasión, el sometimiento, el dirigismo, la ocupación y la fuerza.

El primero por aclamación. Los otros, con ó sin ella.

El primero está dispuesto a conformarse con una aproximación razonable al cumplimiento de su anhelo, los otros no tolerarán el incumplimiento parcial y no aceptarán otra cosa que la cabal realización de sus designios.

La meta de ambos es, sin embargo, la misma :
Tener el poder, agrandarlo, acumular cada día más y ejercerlo sin ninguna clase de trabas, dirigir y manipular a los gobernados a su criterio, independientemente de que tanto el uno como el otro crean ó puedan creer estarlos favoreciendo, protegiendo, guiando y hasta tutelando.

Un político, de la clase que sea, es alguien que, para empezar, cree estar en lo cierto. Puede, tranquilamente, estar loco de remate y no habrá examen previo que le diagnostique su reviro y le impida asumir la función que sea.

Cree saber lo que es mejor para sí mismo y para los demás, para la totalidad de sus conciudadanos, y quiere llevar a la práctica su proyecto ó –más artísticamente- ver plasmadas en la realidad sus figuraciones más colibrillas.

Es alguien que aspira, siempre, a regir sobre otros y a decidir por otros, aunque formalmente lo haga “en nombre” de esos otros.

Que uno utilice la persuasión y el otro la imposición no es poca diferencia, al contrario.

Es toda la diferencia.

Pero esta diferencia no debe ni puede, de hecho, ocultar que dentro de la persuasión caben y también se inscriben el sofisma, la demagogia, la mentira, el engaño, las falsas promesas, y tal vez la calumnia.

Sin duda todas las farsas, las argumentaciones falaces y por supuesto la propaganda, no digamos el insulto, las acusaciones infundadas, la trapacería, la difamación, la emboscada, la hipocresía y el chantaje.

Y sin embargo, la superstición democrática, en su manifestación más extrema, pretende y logra que todo esto sea normalmente excusado. Que sea pasado por alto, aceptado y aún acordado.
Rara vez o nunca será denunciado o condenado.

Se toma como “parte del juego”, ó como “gajes del oficio”, ó como la “lógica de las alianzas”, de la “compensación y de la represalia”. Lógica del cambalache.

Todo esto se analiza con asombrosa asepsia, se cuenta y se especula con ello, se admite y aún se propicia.
Parece normal que un político diga lo que no piensa, prometa lo incumplible, diga cualquier pavada, esconda sus intenciones y cambie de opinión en función de sus caprichos, sin explicar tal cambio. Es normal que se crea dueño del Estado y haga de él un coto de caza para sus negocios o para sus vicios.

Nunca será castigado un dirigente político por sus veleidades ó inconsecuencias. No se le han de pedir cuentas porque un día censure y al siguiente ensalce a un contrincante, a otro partido.

Siempre va a encontrar un comprensivo agasajo de todo lo que diga o haga – en realidad resignadamente corrupto - .

Pero cuando surge por ventura alguna persona que por estas prácticas descalifica a un político ó a un partido, entonces todos , como un ejército, sacarán a relucir sus dientes para que, con su magia, vuelvan las acusaciones en contra de quien los acusa :

“Somos una agrupación democrática, somos hombres de la democracia, gozamos de inmunidad democrática”, “hemos sido limpiamente elegidos en unas votaciones libres”, “atacarnos equivale a insultar a varios millones de electores”.

Estos son los reproches amenazantes a cualquiera que se anime a criticarlos. Cuidado : Atacar lo sacralizado es hereje.

Un partido puede ser democrático en el sentido meramente técnico de estar registrado como tal y concurrir a las elecciones, pero puede perfectamente no serlo ni en su espíritu ni en su funcionamiento interno (y vemos que no lo es casi ninguno), ni en su defensa de ese sistema político ni, desde luego, en su mínima tolerancia de los demás partidos.

Unos políticos pueden haber sido, en efecto, elegidos en votaciones libres, pero será difícil ó más bien imposible que lo hayan sido “limpiamente” en la Argentina .

No sólo por las habituales manipulaciones antedichas sino porque, sobre todo, habrán sido elegidos en primer lugar –esto es, contratados, comprados, premiados ó “fidelizados”- por el aparato de sus respectivos grupos que los colocara en las listas cerradas armadas sobre “negocios a futuro” o devolución de favores.

Y, claro está, criticar, atacar ó incluso descalificar a un político no equivaldrá jamás a insultar a un solo votante suyo :

No ya porque un altísimo porcentaje de votantes opte siempre por una ú otra lista sólo como mal menor, sin ningún entusiasmo ni, desde luego, por incondicionalidad alguna, sino porque, por mucho que a los políticos y a los partidos les guste considerarse ó estén considerados “representantes” de la ciudadanía, a la hora de los hechos lo son en grado mínimo, en nuestra democracia.

Son unos perfectos chantas.

Truchos, todos ellos, reyes de la justificación, buscadores de culpas ajenas, lavadores de manos, insinceros, irresolutos, trenzadores de arreglos y acróbatas de la promesa.

Lo decisivo aquí, es que son siempre, y en el mejor de los casos, representantes interinos provisionales.
Azarosos, si se me apura.

Y la prueba de ello, es el modo en que, ellos mismos, cada vez que hay nueva campaña, procuran atraerse precisamente el voto de quienes la vez anterior no se lo dieron ni los quisieron como representantes suyos.

Digamos en suma, que su grado de “representación” está tan rebajado, tan pálido, tan “televisivo”, su vínculo con los electores es tan teórico, cambiante y superficial, que de ninguna manera se podría hallar veracidad en sus pretensiones de transferir los ataques que reciben al cuerpo de sus votantes.
Esa correa de transmisión que inventaron, es una entelequia.

No hace falta remontarse a cualquier ejemplo de los tiranos que fueron elegidos democráticamente las veces que lo fueron, para recordar que, en un sistema democrático asentado, lo importante no es que tal ó cual político haya sido “democráticamente elegido” , sino lo que ese político haga después de haber sido elegido.

En este sentido, para lo único que ha de servirle es para recordar a sus enemigos, rivales ó críticos que lo que no puede hacerse con él, bajo ningún pretexto, es derrocarlo por la fuerza y sin que medien unas elecciones nuevas.

Que un joven sea condenado a unos meses de cárcel por robar una coca cola en un supermercado se querrá hacer pasar por muy justa sentencia si ésta se ha dictado “con la ley en la mano”.

Pero los gastos insólitos y demenciales de los funcionarios y dirigentes políticos a cargo del erario público se podrán justificar siempre, por más escandalosos y superfluos que sean, sólo con “estar contemplados en las nobles partidas presupuestarias legalmente aprobadas”, y así hasta el infinito.

El recurso a la solemne legalidad ha sido empleado con la misma tranquilidad y desahogo por todos nuestros gobiernos.

Pero especialmente por el actual gobierno de Kirchner.

Un formidable muestrario de dirigentes políticos que, empezando por él, son los arquitectos consumados de la democracia trucha


Lic Gustavo Adolfo Bunse
gabunse@yahoo.com.ar