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miércoles, diciembre 21, 2005

YO ACUSO A LA DEMOCRACIA CHANTA.
(Por el Lic Gustavo Adolfo Bunse)


Hay una visión de la gente que me parece muy peligrosa.

Trátase de una espectacular y exagerada idolatría tradicional por un concepto que podríamos llamar aquí, “la democracia chanta”. La democracia argentina


La democracia, se nos quiere presentar a todos como un “cuco extorsivo”.
No se puede criticar a la democracia, (como aquí lo voy a hacer), sin que aparezca un imbécil que le venga a decir a uno que es un golpista , un totalitario o un gran antidemocrático.


Es muy difícil que, siendo los dirigentes políticos argentinos, casi sin excepción, una manga de chantas y rateros sociales, la democracia se pueda salvar de tener su sello de conducta . El “producto natural”de esos trapalones es la “democracia chanta”.


Por cuanto, la democracia, lo mismo sirve para denigrar y excomulgar a quienes no la defiendan con uñas y dientes así como para blindar las actuaciones de sus más conspicuos beneficiarios : los dirigentes políticos que fueron elegidos por ella.
Los elige la ciudadanía, obligada a votar.

Y asi, cuando son elegidos, da la impresión de que esa elección fuera una especie de salvoconducto ó patente de corso para cualquier clase de medidas y decisiones.
Una ordenanza que exige el acatamiento total a cualquier decisión.


La esencia misma de la democracia reside en la ambición sin freno para ganar cuantas elecciones vengan, y por el margen mayor posible. En consecuencia, el afán, ó ideal de cualquier partido, es pues, ganarlas, una tras otra, y por unanimidad, todas.


El sueño honesto de un político democrático, sería que todos los votantes se sintieran representados por él, y en ese sentido su anhelo coincide plenamente con el del dictador y el totalitario, sólo que el primero de los tres aspira a verlo cumplido mediante la persuasión y los otros mediante la imposición, la invasión, el sometimiento, la ocupación y la fuerza.


El primero por aclamación, los otros con ó sin ella.

El primero está dispuesto a conformarse con una aproximación razonable al cumplimiento de su anhelo, los otros no tolerarán el incumplimiento parcial y no aceptarán otra cosa que la cabal realización del sueño.

La meta de ambos es, sin embargo, la misma :
Tener el poder, agrandarlo, acumular cada día más y ejercerlo sin ninguna clase de trabas, dirigir y manipular a los gobernados a su criterio, independientemente de que tanto el uno como el otro crean ó puedan creer estarlos favoreciendo, protegiendo, guiando y hasta tutelando.


Un político, de la clase que sea, es alguien que, para empezar, cree estar en lo cierto.

Cree saber lo que es mejor para sí mismo y para los demás, para la totalidad de sus conciudadanos, y quiere llevar a la práctica su proyecto ó –más artísticamente- ver plasmadas en la realidad sus figuraciones más colibrillas.


Es alguien que aspira, siempre, a regir sobre otros y a decidir por otros, aunque formalmente lo haga “en nombre” de esos otros.
Que el uno utilice la persuasión y el otro la imposición no es poca diferencia, al contrario.

Es toda la diferencia.

Pero esta diferencia no debe ni puede, de hecho, ocultar que dentro de la persuasión caben y también se inscriben el sofisma, la demagogia, la mentira, el engaño, las falsas promesas, tal vez la calumnia.
Sin duda las argumentaciones falaces y por supuesto la propaganda, no digamos el insulto, las acusaciones infundadas, la trapacería, la difamación, la emboscada, la hipocresía y el chantaje.


Y sin embargo, la superstición democrática, en su manifestación más extrema, pretende y logra que todo esto sea normalmente excusado.
Pasado por alto, aceptado y aún acordado, rara vez es denunciado ni condenado.



Se toma como “parte del juego”, ó como “gajes del oficio”, ó como la “lógica de las alianzas, de la compensación y la represalia, lógica del cambalache”.

Todo esto se analiza con asombrosa asepsia, se cuenta y se especula con ello, se admite y aún se propicia. Parece normal que un político diga lo que no piensa, esconda sus intenciones, cambie de opinión en función de sus pactos, sin explicar tal cambio.


Nunca es castigado por sus veleidades ó inconsecuencias, no se le piden cuentas porque un día censure y al siguiente ensalce a un contrincante, a otro partido, siempre encuentra un comprensivo agasajo –en realidad resignadamente corrupto-.


Pero cuando surge por ventura alguien que por todas ó algunas de estas prácticas descalifica a un político ó a un partido, entonces éstos sacan a relucir sus dientes para que, con su magia, vuelvan las acusaciones en contra de quien los acusa :

“Somos una agrupación democrática, gozamos de inmunidad democrática”, “hemos sido limpiamente elegidos en unas votaciones libres”, “atacarnos equivale a insultar a tres millones de electores”.


Estas son protestas que ni siquiera son ciertas, en su literalidad, al ciento por ciento.


Un partido puede ser democrático en el sentido meramente técnico de estar registrado como tal y concurrir a las elecciones, pero puede perfectamente no serlo ni en su espíritu ni en su funcionamiento interno (y vemos que no lo es casi ninguno), ni en su defensa de ese sistema político ni, desde luego, en su mínima tolerancia de los demás partidos.


Unos políticos pueden haber sido, en efecto, elegidos en votaciones libres, pero será difícil ó más bien imposible que lo hayan sido “limpiamente”:


No sólo por las habituales manipulaciones antedichas sino porque, sobre todo, habrán sido elegidos en primer lugar –esto es, contratados, comprados, premiados ó “fidelizados”- por el aparato de sus respectivos grupos que los colocara en las listas cerradas armadas sobre “negocios a futuro”.


Y, claro está, criticar, atacar ó incluso descalificar a un político no equivaldrá jamás a insultar a un solo votante suyo :

No ya porque un altísimo porcentaje de votantes opte siempre por una ú otra lista sólo como mal menor, sin ningún entusiasmo ni desde luego incondicionalidad alguna, sino porque, por mucho que a los políticos y a los partidos les guste considerarse ó estén considerados “representantes” de la ciudadanía, a la hora de los hechos lo son en grado mínimo, en nuestra democracia.

Son chantas, reyes de la justificación, buscadores de culpas ajenas, lavadores de manos, insinceros, irresolutos, trenzadores y acróbatas de la promesa.


Lo decisivo aquí es que son siempre, y en el mejor de los casos, representantes interinos provisionales. Azarosos, si se me apura.
Y la prueba de ello es el modo en que, ellos mismos, cada vez que hay nueva campaña, procuran atraerse precisamente el voto de quienes la vez anterior no se lo dieron ni los quisieron como representantes suyos.


Digamos , en suma, que su grado de “representación” está tan rebajado, tan pálido, tan “televisivo”, su vínculo con los electores es tan teórico, cambiante y superficial, que de ninguna manera se podría hallar veracidad en sus pretensiones de transferir los ataques que reciben al cuerpo de sus votantes.
La correa de transmisión es una entelequia.

No hace falta remontarse una vez más al clásico ejemplo del Hitler que fue elegido democráticamente la vez que lo fue, para recordar que, en un sistema democrático asentado, lo importante no es que tal ó cual político haya sido “democráticamente elegido” , sino lo que ese político haga después de haber sido elegido.


En este sentido, para lo único que ha de servirle es para recordar a sus enemigos, rivales ó críticos que lo que NO PUEDE HACERSE CON ÉL EN MODO ALGUNO NI BAJO NINGÚN PRETEXTO ES DERROCARLO POR LA FUERZA Y SIN QUE MEDIEN UNAS ELECCIONES NUEVAS.


Que un joven sea condenado a unos meses de cárcel por robar una coca cola en un supermercado se querrá hacer pasar por muy justa sentencia si ésta se ha dictado “con la ley en la mano”.

Pero los gastos demenciales funcionarios y dirigentes políticos a cargo del erario público se pueden justificar siempre, por escandalosos y superfluos que sean, si “están contemplados en las partidas presupuestarias legalmente aprobadas”, y así hasta el infinito. (El recurso a la legalidad ha sido empleado con la misma tranquilidad y desahogo por todos nuestros gobiernos).


Que algo sea “legal” significa tan sólo que puede hacerse sin ser denunciado al instante ni ir a la cárcel por ello quien se decida a hacerlo, nada más.
Nunca, “per sé”, que ese algo esté bien hecho.


Y nunca garantiza “per sé” que no sea una atrocidad lo cometido “en nombre de esa legalidad vigente”, por muy “democráticamente elegidos” que estén los legisladores de ese país.
Creer otra cosa, es sólo eso :


UNA CONCEPCIÓN MALFORMADA DE LA DEMOCRACIA CHANTA.